Descubrí a Amós Oz (haciendo patente una vez más mi ignorancia supina y patanera) en la edición del 2004 del festival literario Kosmopolis, al que asistí, una vez más, en calidad de fotógrafo para la revista Gigamesh.
(Algunas de las intervenciones de los participantes en este link. La memoria del festival se puede descargar siguiendo este otro link.)
Habitualmente, tras estudiar los actos de género, echar un vistazo a las instalaciones, tomar algunas fotos curiosas o interesantes, Juanma y yo nos escurríamos hacia los actos más interesantes. Normalmente él me hace de guía, pues su conocimiento del panorama literario internacional, sin distinción de géneros, es increiblemente vasto. Pero, en este caso, le recomendé yo asistir a la charla sobre su obra más reciente, esta Una historia de amor y oscuridad que Siruela acababa de traducir en España. La noche anterior, en el programa entonces ubicado en la parrilla del 33 La nit al dia, Mònica Terribas lo había entrevistado junto al filósofo palestino Sari Nusseibeh, aprovechando el Premio Catalunya concedido a ambos por su lucha en favor de la paz en Israel, Palestina y Oriente Medio. Aquella entrevista me dejó boquiabierto por la calidad humana que destilaban ambos. Y, aunque Nusseibeh no se contaba entre los participantes del encuentro literario, decidí escuchar la charla de Oz.
Salí de allí convertido en un lector fiel de su obra, sin haber leído aún ninguno de sus títulos.
Recuerdo de su conferencia la lectura de un extracto del primer capítulo de este libro, en que narraba cómo, en la Jerusalén del Protectorado Británico que veía con temor el avance de las tropas nazis hacia el Bósforo y hacia Egipto, su familia quedaba por correo del día y hora para llamarse por teléfono. En aquella época había pocos teléfonos instalados, y tenían que acercarse a la farmacia del barrio para, a la hora acordada, llamar a la farmacia de Tel Aviv donde sus tíos esperaban la llamada de Jerusalén. Un acto social que los tenía en vilo durante casi toda la semana anterior, para simplemente intercambiarse cumplidos, algunas convenciones sociales («¿Qué tal la familia?», «¿Qué tal tus chicos?») y quedar para la siguiente conversación telefónica. Una conversación absurda y diríase surrealista, si no fuese porque, entre líneas, Oz deja claro:
-la incapacidad de sus padres, y de sus tíos, de expresar su emotividad (que más adelante se comprende a través de la historia de las tres generaciones anteriores de los Klausner y los Mussman);
-la posibilidad de que, atrapados en una pinza por los ejércitos del Tercer Reich, aquella fuese la última vez que oían sus voces.
He esperado a la edición en bolsillo para hacerme con esta autobiografía novelada del israelí, y la espera ha merecido la pena. De catalogarlo, incluiría esta obra en la categoría de "libros que me han dejado una profunda huella". La técnica de Amós Oz es depurada, un maestro en intercalar emociones sin mencionarlas, lírico y rítmico, pero hay algo inaprensible, algo que soy incapaz de detectar, de señalar, de decir "mira, ahí es donde está enseñando sus vísceras y su corazón", pero ya en el primer capítulo me tenía hechizado.
Como comentaba, no es una autobiografía al uso: arranca con un niño que está empezando a comprender las circunstancias del barrio humilde en el que vive, de la gente que sus padres frecuenta, las ilusiones, las esperanzas y las penurias, tamizado por su inocencia infantil, para remontarse a la dura vida de sus abuelos y bisabuelos en una Europa claramente antisemita. Marcado por la ideología conservadora de su padre, su tío Yosef y sus abuelos, el Oz preadolescente (Klausman aún entonces, antes de renegar de su padre y cambiarse el apellido) sueña con una Eretz Israel que se erige sobre unos hombros jóvenes, musculosos y bronceados, una tierra labrada con sudor que vive en paz con sus vecinos árabes hasta que la guerra de la independencia, el suicidio de su madre y la incapacidad de conectar con su padre lo lleva a un kibbutz. Oz no tiene ningún reparo en confesar la ideología de derecha que condujo su vida hasta la llegada al kibbutz, la confusión y el replanteamiento de toda su moral cuando se encuentra cara a cara con la dureza de la vida del kibbutzim, cuando observa con otros ojos no al enemigo árabe, sino al vecino, al comerciante palestino que también se ha visto expulsado de la que había sido su tierra; y la lucha del autor por no dejarse llevar, nunca más, por alguien que le quiera dictar qué ha de pensar. Y tampoco evita, aunque dé un rodeo de centenares de páginas, en hurgar en aquellas zonas de su ser más desagradables. Una auténtica catarsis.
Rabia, ira, dolor, decepción; pero también amor, respeto, veneración, aceptación de los errores, los propios y los de sus padres y abuelos, aunque en algún caso, como en el de su madre, el quiste le haya amargado el corazón durante décadas. Amor y oscuridad: los dos polos de una fuerza que empujan a la vida a ser vivida, a veces superando los obstáculos, a veces, si no sabes sobreponerte, a quedarte varado en la cuneta.
De todo el libro, me gustaría señalaros este extracto, más significativo si cabe en los tiempos que vivimos hoy en día. Amós hace guardia en el perímetro del kibbutz con un kibbutzim veterano:
Una noche de invierno tuve que hacer guardia con Efraim Avneri. Con botas, abrigados con viejos anoraks y gorros de lana que picaban, caminábamos por el barro a lo largo de la valla, por detrás de los almacenes y el establo. [...] Le pregunté a Efraim si, en la guerra de la Independencia o en los sucesos de los años treinta, había tenido ocasión de disparar y matar a alguno de esos asesinos.
No podía ver la cara de Efraim en la oscuridad, pero cierta ironía rebelde, cierta tristeza sarcástica y extraña había en su voz cuando me contestó, tras un breve silencio reflexivo:
-¿Asesinos? Pero ¿qué esperas de ellos? Desde su punto de vista, nosotros somos extraterrestres que hemos aterrizado aquí y hemos invadido su tierra, poco a poco hemos ido apoderándonos de ella y, mientras les asegurábamos que habíamos venido para ayudarles, para curarles la tiña y el tracoma, para liberarles del atraso y la ignorancia y del yugo de la opresión feudal, con artimañas nos íbamos quedando con su tierra pedazo a pedazo. Así pues, ¿qué pensabas? ¿Que nos iban a agradecer nuestra bondad? ¿Que iban a salir a recibirnos con tambores y máquinas fotográficas? ¿Que nos iban a entregar respetuosamente las llaves de todo el país solo porque nuestros antepasados estuvieron aquí alguna vez? ¿Qué tiene de raro que se hayan alzado en armas contra nosotros? Y ahora que les hemos causado una derrota aplastante y cientos de miles viven en campos de refugiados, ¿qué quieres?, ¿esperas tal vez que compartan nuestra alegría y nos deseen lo mejor?
Me quedé atónito. A pesar de que ya me había alejado mucho de la retórica del Jerut y de la familia Klausner, aún no era más que un dócil producto de la realidad sionista. Las palabras nocturnas de Efraim me espantaron e incluso me hicieron enfadar: por aquellos días un pensamiento de ese tipo se consideraba una traición. Estaba tan asombrado y asustado que repliqué a Efraim Avneri con una queja mordaz:
-Si es así, ¿por qué vas por aquí con un arma? ¿Por qué no te vas del país? ¿O coges el arma y te pasas a luchar a su bando?
En la oscuridad oí su risa triste:
-¿A su bando? Pero en su bando no me quieren. En ninguna parte del mundo me quieren. Nadie en el mundo me quiere. Esa es la cuestión. Parece que en todos los países hay demasiados como yo. Solo por eso estoy aquí. Solo por eso llevo un arma, para que no me echen también de aquí. Pero no usaré la palabra «asesinos» para hablar de los árabes que han perdido sus pueblos. De ninguna manera, no usaré a la ligera esa palabra para referirme a ellos. Con respecto a los nazis, sí. Con respecto a Stalin, también. Y con respecto a todos los saqueadores de tierras ajenas.
-¿Pero no se deduce de tus palabras que nosotros aquí también somos saqueadores de tierras ajenas? ¿Qué pasa?, ¿es que no estábamos aquí hace dos mil años? ¿No nos expulsaron de aquí a la fuerza?
-Es muy sencillo -dijo Efraim-: si no es aquí, ¿dónde está la tierra del pueblo judío? ¿Debajo del mar? ¿En la luna? ¿O es que solo el pueblo judío, entre todos los pueblos del mundo, no se merece una pequeña patria?
-¿Y qué pasa porque se la hayamos quitado a ellos?
-Tal vez hayas olvidado que, casualmente, ellos intentaron matarnos a todos en el 48. En el 48 hubo una guerra terrible y ellos mismos fueron quienes plantearon la cuestión en términos de o ellos o nosotros, y nosotros vencimos y les quitamos las tierras. ¡No hay que enorgullecerse de ello! Pero si ellos nos hubiesen vencido en el 48, habría que enorgullecerse mucho menos: ellos no habrían dejado con vida ni a un solo judío. Y realmente en todo su territorio no vive hoy día ni un solo judío. Pero esta es la cuestión: como les quitamos lo que les quitamos en el 48, ahora ya tenemos. Y como ahora ya tenemos, no debemos quitarles más. Se acabó. Esta es toda la diferencia entre tu señor Begin y yo: si algún día les quitamos más, ahora que ya tenemos, sería un grave pecado.
-¿Y si dentro de un momento aparecen aquí los fedayines?
-Si aparecen -suspiró Efraim-, tendremos que tirarnos aquí mismo al suelo, en el barro, y disparar. Y nos esforzaremos mucho en disparar mejor que ellos y más deprisa que ellos. Pero no les dispararemos porque sean un pueblo de asesinos, sino por la sencilla razón de que también nosotros tenemos derecho a vivir, y por la sencilla razón de que también nosotros tenemos derecho a tener un país. No solo ellos. Y ahora, por tu culpa, me siento como Ben Gurión. Si me perdonas, me voy un rato al establo a fumarme un cigarro en silencio, y mientras tanto, vigila bien. Vigila por los dos.
No parece que la cosa haya cambiado mucho en medio siglo, teniendo en cuenta que las causas del conflicto siguen en el mismo punto. Y la solución no es fácil; ni fácil tiene que ser, viviendo en la zona, saber distinguir entre verdad, apreciación y propaganda. En esta columna, parece que Amós Oz cae en la trampa del "ataque defensivo", teniendo en cuenta que parece bastante claro, por ejemplo, que uno de los objetivos de las acciones militares es provocar un cambio en el gobierno libanés.
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