sábado, septiembre 22, 2007

Desplazándose por la Ciutat

Pues no que ahora que el Ajuntament de Barcelona aplica la nueva ordenanza sobre circulación, voy y me saco el carnet del Bicing...

Es, simplemente, fascinante (el servicio, y en concreto el hecho de ponerlo en marcha; no, desde luego, que un patoso a dos ruedas como yo se abone al mismo): una idea tan sencilla que, supongo, necesitaba de una tecnología lo suficientemente "barata" para implementarse en una ciudad de más de millón y medio de almas, más de tres si contamos el área metropolitana, pues, al fin y al cabo, gran parte de la población de los aledaños trabajamos y/o hacemos vida social en la capital. Una idea que, vistos los malos humos que se gasta la ciudad, era necesaria: ahora mismo, 1.500 bicicletas adicionales al parque ciclístico que, hagamos una suposición a vuelapluma, puede suponer dejar aparcados unos 200 vehículos de motor. Ya es un inicio. Y no tan sólo por la contaminación: pensemos en el volumen que "gasta" un utilitario. Y el ruido. Y los precios del seguro. Y...

Pero, ¡ay!, la ciudad no está construida pensando en las bicicletas. Y, en ocasiones y en ciertos rincones, juraría que ni siquiera para el peatón. Queramos o no, la ciudad tiene arterias de asfalto y gasolina por sangre, y los vehículos a motor tienen coraza, mientras peatones y ciclistas sólo tienen su pericia para no dejarse la piel.

Si nos ceñimos a los carriles bici, comprobamos que no hay suficientes para circular con seguridad por la ciudad, e ir entre dos puntos relativamente cercanos implica, en muchas ocasiones, subirse a la acera o bajarse a la calzada.

Yo, en serio, alabo que se haya tenido en cuenta desde el consistorio el problema y se haya intentado regular. Y creo que, en un mundo ideal, esas leyes asegurarían una convivencia en torno a la movilidad encomiable. En un mundo ideal donde el peatón no se mostraría huraño con el ciclista, el ciclista no torcería el gesto al güevón que bloquea su carril y el conductor no se pondría a dos palmos del ciclista para pegarle un grito e intentar arrojarlo al suelo del susto. (Que, por cierto, si el espongiforme del conductor del Opel plateado que me abordó de esta guisa, cuando circulaba tranquilamente por el carril izquierdo de Bruc, entre Gran Via y Diputació, está leyendo esto, que sepas que maldigo el día en que a tus padres les reventó el condón).

Es cierto: el espacio para la convivencia entre peatones, ciclistas y tráfico rodado es realmente estrecho. Y es justo en este momento en que me decido a dar el paso y transformarme de peatón empedernido a ciclista ocasional. Peatón, por cierto, que siempre ha respetado el carril bici (que para algo estaba allí) y se maravillaba de ver cómo muchos invadían un espacio que no era suyo (no me escandalizaba, qué va: la ciudad del civismo es la ciudad de los coches aparcados en la acera y de las papeleras vacías rodeadas de desperdicios).

Uso los términos peatón, ciclista y conductor a la manera platoniana; en ningún caso un colectivo es monolítico, y desde luego hay peatones cívicos e incívicos, ciclistas cautos y temerarios, conductores prudentes y auténticos kamikazes. Yo apuesto por un sistema divertido, ecológico (aunque no exento de malos olores: pedalear en verano es acabar con la ropa empapada) y "pacificador" de la movilidad. Pero queda claro que no hay espacios adecuados. Y hay actitudes personales nada adecuadas. Para ilustrarlo, dos artículos casi antagónicos, uno empático, racional y, aun así, hermoso de Joan Barril y otro, realmente estúpido (en cuanto la tesis central traslada toda responsabilidad al otro, en este caso al ciclista como generalidad, negando que una ciudad sea la suma de actos de la colectividad que la conforma), de Antoni Bassas. El problema está ahí, y en las manos y la voz de cada uno, la posibilidad de señalar los defectos e indicárselos a las instituciones para que les pongan remedio.

Está claro que de las infracciones y de los accidentes no nos va a proteger las leyes, sino la educación. Esperemos que, hasta que alcancemos ese nivel, no tengamos que lamentar ninguna desgracia.

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