Estaba en uno de mis primeros empleos, relacionado con la programación a medida para grandes clientes (del sector financiero, principalmente, y en un lenguaje tan rígido como el COBOL; aunque tuve la suerte, dentro de un mundo tan hastiante, de trabajar en entorno Oracle), donde la actitud sumisa era casi tan importante como el rendimiento, si no más. De ahí que una de las últimas incorporaciones a la empresa en el tiempo que estuve allí, un consultor de base, con cuerpo labrado en gimnasios y canchas de balonmano, descaro para codearse con las altas esferas y habilidades peloteriles con el punto de mira en la directora de Recursos Humanos (a la sazón mujer del director general) se hiciese con la dirección de la delegación de Barcelona, superando a otros con méritos más que sobrados. Pero esta es otra historia.
O no. Porque esta anécdota tiene al mismo protagonista y nace de la misma raíz, aunque el escenario fuese diferente. Ocurrió durante una de esas cenas de empresa, cenas organizadas con la excusa de fraternización de los empleados, pero que en realidad es otra prueba más de la fidelidad exigida a los empleados; de esos actos a los que, si no asistes, sabes que tienes un pie en las filas del paro. Yo lo tuve, porque no soporto la hipocresía, pero al final mi otro pie emprendió el paso en otra dirección antes de que me largasen por antisocial (curiosamente, cuando me fui lo hice sintiendo el cariño de gran parte de mis compañeros; al jugador de balonmano, cuando lo despidieron, ni siquiera se acercaron a saludarlo).
Tras la cena fuimos a un local-caja de zapatos, lleno de humo, de gogós y de sobones con rondeles de sudor bajo las axilas de las camisas blancas, azul celeste o beige (no había mucha más variedad). Estaba furioso, acodado en la barra, lo suficientemente lejos para no escupirle en la cara, pero a una distancia cómoda para fijarme en su lenguaje corporal. En la oficina imponía su criterio blandiendo una ironía chabacana, una demagogia insultante, su proximidad a la jefa de personal (y el miedo atávico que ella fomentó en la empresa), un nada disimulado racismo y cuatro nociones básicas de neoliberalismo, fácilmente desmontables de no mediar todo lo anterior. Pero fuera del entorno laboral, esos recursos no eran suficientes para, además, pretender acaparar la atención de los antiguos compañeros a los que has despreciado de nueve a seis, más las horas extras, en días laborables, sábados de guardia y el festivo del efecto 2000.
Pero en la ESADE lo enseñaron bien, y si sabía aprovechar algún recurso, ese era el del lenguaje corporal. Así que reducía la distancia corporal, prodigaba sonrisas, abrazos fraternales y caiditas de ojos; y, congregando grupos o irrumpiendo en corrillos ya formados, conseguía imponerse por sus recursos retóricos y por aprovechar su altura, sus ojos y su boca siempre en un plano superior.
Pero, ¡alto! A pesar de su corpulencia, sabía, por las pruebas médicas a las que nos sometieron poco antes, que medía lo mismo que yo. ¿Cómo era que siempre me hablaba desde arriba? ¿Cómo era que, con tan escasa inteligencia, siempre, siempre se nos imponía, incluso cuando salíamos de fiesta? Nadie en la oficina lo soportaba y, sin embargo, y muy a nuestro pesar, no conseguíamos hacerle caer en un renuncio. Nunca. Pero no hay nada como la perspectiva de la barra del bar, con la cerveza aclarando las ideas y agudizando los sentidos.
Las gogós encabezaron un trenecito, en el que los asistentes a cenas de otras empresas se sumaron con premura y fruición, dejándome el campo de visión despejado. Él estaba de lado respecto, apoyado en una columna, y cruzó una pierna delante de la otra, descansando su peso en la pierna de detrás y en el codo opuesto. Aquel gesto hizo que se le alzase la pernera del pantalón.
La respuesta era obvia: calzaba alzas.
He de decir que he cometido una imprecisión: sí que hubo quien le ganó un pulso, pero de una manera tan poco elegante como subiéndose al taburete que tenía al lado. Y, si bien le hizo ver que su actitud respecto a los programadores de otras nacionalidades era despreciable, acabó dando con sus huesos en el pavimento del Port arrastrado por dos armarios mulatos de ceño fruncido y puños expeditivos.
Años más tarde, Álex me descubrió un foro de Internet que aglutinó a una buena cantidad de aficionados a géneros literarios populares (ciencia ficción, fantasía, terror, misterio, policíaco). Me registré con el nick spaceface y, durante unos meses, disfruté como un hobbit en una muestra de cocina intercambiando opiniones, lecturas, recomendaciones y pequeñas maldades en torno a una de mis mayores aficiones: la lectura. A partir de ahí me enrolé en otras listas de correos, foros y (en aquel entonces emergentes) cuadernos de bitácora de lectores, autores y críticos. La explosión de información era tal que, en aquellos primeros meses, acudía con avidez a las cada vez más numerosas fuentes, hasta que quedé ahíto.
Y, en ocasiones, más que harto.
Porque, al igual que el trepa de aquel empleo, y más allá de los habituales trolls que pululan por la red, más de uno usó aquellas plataformas para labrarse un nombre a costa de argumentos lapidarios. Y es que la ignorancia es atrevida. Pocas cosas me mosquean más que la opinión sesgada, la parte por el todo, la relativización de los argumentos. El tiempo de los argumentos parece que ha caducado, y dentro de la mediocridad imperante (sólo hay que ver a qué punto ha llegado la política en este país) el puñal puede a la pluma, y el tuerto es el rey en este Ensayo sobre la ceguera tan patrio y tan nuestro. Debe ser que la edad hace que esté para menos tonterías, pero ya hace tiempo que cribé esas fuentes y que visito sólo aquellos lugares en que sé que hay un sano debate, se exponen ideas originales o bien argumentadas, o me proporcionan una sana diversión, y huyo como de la peste de esos vehículos de vanidad en que se han convertido páginas y blogs, e incluso listas de correos, donde en más de una ocasión, a un argumento he recibido opiniones demagógicas cargadas de desprecio. Detesto los púlpitos, que no son más que una herramienta de imposición de criterios, pero este mar de tarimas que llega a ser Internet se me antoja un maremagno de taburetes en cenas de empresa con alto consumo etílico, faltos de claridad, de argumentos y de netetiqueta.
Álex me sugirió que podría abrirme un blog, pero no quiero. No quiero ni un púlpito, ni una tarima, ni un taburete; ni siquiera unas alzas. Odio que tomen lo que digo por una verdad absoluta. Ni siquiera todo lo anterior será cierto. Necesito decir cosas, y por eso Álex me cedió este espacio. Pero te digo, amigo, no caigas tú en ese error, en el que más de una vez y más de dos has metido el remo hasta el hombro. Te vigilo... ;)
lunes, mayo 12, 2008
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