martes, septiembre 16, 2008

Corbatas

En mi primer trabajo me obligaban a llevar corbata.

Antes sólo lo había llevado a alguna boda y por exigencias del guion. La primera corbata que me compraron, la que llevé el día de mi comunión (sí, todos tenemos un oscuro pasado), era de las de falso nudo y goma para ajustarla al cuello. ¡Si en mi boda llevé cuello mao para no usarla!


Y diréis que no es para tanto, que te acostumbras a ella y que, en el entorno laboral habitual es común. Que lo mío son ganas de destacar, pereza o incluso madurez.

Mi problema con las corbatas tienen dos vertientes:

1. Vertiente física: Tengo un cuello bastante recio, y no estoy acostumbrado a ceñírmelo. Jamás he cerrado el botón superior de la camisa cuando la uso, pues lo habitual es que vista camiseta (más cómoda), así que cuando he tenido que disfrazarme de persona elegante, he tenido que dejar el nudo de la corbata suelto, e incluso ocultando el botón desabrochado, para evitar la sensación de ahogo.

2. Vertiente ideológica: ¿Acaso una corbata me ha de hacer más serio, más profesional, más eficiente? Yo creía que eso se demostraba a través del trabajo realizado, y no amoldándose a una apariencia profesional predefinida. Porque se trata de eso: de apariencias.

Así que con acudir limpio, despierto y sonriente al trabajo no había suficiente: había que vestir corbata. Vestido o traje para las chicas, pero para los chicos, corbata. Y daba igual que no conjuntase con el pantalón y la camisa: en ese sentido, cometí auténticas barbaridades cromáticas y ninguno de los directivos (el director general, Pepe, y sobre todo la directora de recursos humanos y a la sazón su esposa, Pilar, el poli bueno y la poli mala del buen vestir para el consultor y el programador) tuvo ni una sóla queja. Ahora, una zapatilla deportiva, unos tejanos, una camiseta, y en diez minutos eras el hazmerreír de la central en Las Rozas.

A los dos meses mi incorporación (con una "beca", que no era más que un cursillo en horario laboral por el que pagaban 70.000 pesetas en negro), me destinaron (con nómina y alta en la Seguridad Social) a la sucursal en Barcelona, por aquel entonces un despacho en dos alas en un edificio de l'Eixample, con apenas seis personas programando en Cobol, cuatro (yo entre ellas) en Oracle, y una secretaría. El director de la oficina vivía en Madrid, así que, una vez al mes, volaba a Barcelona y ocupaba su despacho durante unos cuatro días en total.

Como, a pesar de no ser el mejor programador del mundo (es lo que tiene la intrusión laboral), me llevaba muy bien con mis compañeros (sobre todo con el equipo de trabajo de Oracle, con los que trabé muy buena amistad), me permitieron hacer algo que alguno de ellos ya llevaba años haciendo: guardar la corbata en un cajón para ponérmela cuando Carlos, el director de la sucursal, aparecía por la puerta, y quitármela cuando la cerraba tras él.

A fin de cuentas, me valoraban por el trabajo que desempeñaba, y al cabo de un año y un mes, fui yo quien, harto de un entorno laboral, la programación a medida para clientes financieros, que no me motivaba; de la competitividad rampante (otro día hablaré del chulito que entró como consultor raso y, digamos que haciendo uso de su apariencia física -jugador de balonmano-, consiguió que Pilar lo nombrase director de la sucursal por delante de otros cuya valía profesional -su trabajo- no se merecía el ostracismo), y de aguantar un ambiente viciado por el humo del tabaco.

Más adelante, en otro trabajo, demostré que mi profesionalidad no tenía nada que ver con la forma de vestir. Cuando ofreces servicio como help-desk, el usuario valora que le ofrezcas una solución. Y que lo escuches. Ahí también hice muy buenos amigos. Y que mi compañero de trabajo, trajeado él, emprendiese una campaña de acoso y derribo: se sintió amenazado por mi eficiencia y con mi buena relación con el personal. En fin, él se quedó con el puesto de director de IT, y yo desembarqué en otro trabajo más divertido donde, me parece, la apariencia es lo de menos.

O no.


¿Hay corbatas en el género? Sin lugar a dudas, sí. Porque hay gente que lee género (fantasía, ciencia ficción, terror, aunque la madre del cordero de todos los debates es la CF) que tenga apariencia de género. Que tenga una corbata bien vistosa, clásicota; mucha nave, mucha tecnojerga, mucha apariencia pseudocientífica. Hay gente que huye de las corbatas más hard como de la peste, señalándolos con dedo acusica. Las suyas son corbatas respetables, de marca. También hay obras vestidas con corbatas más al gusto mainstream, que mezclan con descaro lo mejor de ambos mundos, o que directamente usan una corbata con bermudas tejanas, camiseta rota y tirantes. Que se ríe de las convenciones. Y es que la risa es buena, es sana, es subversiva ¿Y qué importará la corbata, si lo que buscamos es una obra que cumpla, por lo menos, con unos requisitos mínimos? Vistámonos con ellas o deshagámonos de ellas, pero no permitamos definir las obras sólo a través del color y el corte de la corbata. Los requisitos a los que hacía referencia son los que conforman la narrativa: trama, temas, tono, personajes, conflictos, resoluciones, etc, elementos que conforman la obra con independencia del género. Por eso me subleva, tanto como que me obliguen a vestir con traje y corbata para pogramar en una sala cerrada "para ofrecer una buena imagen" a unas visitas que no van a dignarse a pasar entre unos currantes, que el lector o espectador discrimine una obra porque aparezcan o no naves espaciales; porque los efectos especiales sean espectaculares o sólo sean renderizaciones cutres; que la obra sea española, americana o iraní; porque los personajes estén de buen ver o sean más feos que pegarle al padre; porque salgan tetas, pollas y culos o dejen de salir; o por cualquiera de las apariencias por las que nuestros prejuicios corbateriles lleva a cerrar la tapa del libro, a cambiar de cadena o a buscar un burger abierto y hacer caso omiso a la narración y los elementos que mencionaba antes, que el lector/espectador disfrutaría si no fuera por esas apariencias, esos prejuicios.

lunes, septiembre 15, 2008

Puente de septiembre en Invernalia

... o, cuanto menos, se le parecía...

De Carcassonne, septiembre 2008


... pues, entre sus paredes, parecía que ya había llegado el invierno...

De Carcassonne, septiembre 2008


Agosto, Diada, la Mercè... Espero retomar el blog un poquito más en serio cuando pase el minotauro :)

jueves, septiembre 04, 2008

Pintan bastos, y reciben los mismos


La crisis está aquí, y ha venido para quedarse. O eso apuntan los más agoreros y/o alarmistas (con los medios de comunicación que nos hemos ganado, no veo yo mucha diferencia).

El refranero popular es una fuente inagotable de dichos, valga la rebuznancia, populares. Una de ellas, que ilustra lo que quiero comentar, es aquella de que, cuando se hunde el barco, las ratas huyen primero. O algo así. No estoy muy puesto en el refranero, lo reconozco. Hoy, el partido que parecía huir de propuestas populistas (no sé por qué me persiguen los adjetivos derivados del latín populus en materia social... eh... uh..., rectifico, que acabo de acordarme de los 400 euros de "regalo" por votarlos... El partido que parecía huir de medidas populistas en materia de inmigración hoy pega un vuelco y, aprovechando el miedo a la crisis, pega el portazo a la inmigración. La "legal", se entiende.

("Santiago y cierra España", le faltó decir.)

A poco que uno piense, se da cuenta de:

1) Le arrebata, en el momento adecuado, esta arma electoral (la del miedo a los foráneos) a los populares (populus, populi);
2) Además, deja a los partidos a su izquierda (un territorio que queda cada día más amplio, a juzgar por los derroteros sarkozianos que está tomando el gobierno de ZP) en terreno enfangado, porque si un partido nominalmente socialista y obrero argumenta que, ante el paro rampante, los españoles van primero, ¿quién se lo va a rebatir?

Pero claro, a uno le da cierta grima que, tras un año aproximadamente de cantar que viene el lobo (léase la crisis), esta medida vaya a aportar algo. Porque, en caso de que usted o yo nos quedemos en el paro, y no procedamos de la hostelería, la construcción o la limpieza, ¿aceptaríamos un trabajo precario en estos ramos? Sí, usted, el profesional de la arquitectura, o de la informática, ¿se ve amenazado por hordas indias, magrebís o chinas? Porque esta es la lectura que, si uno no se esfuerza en discriminar, parece desprenderse de las palabras de Corbacho (el Celestino, el ministro, no el José, aunque sean de la misma ciudad).

Las causas de las crisis parecen bastante más complicadas que una hipotética saturación del mercado laboral del país; algo que, en situaciones de bonanza, es en sí un oxímoron, como creo (y si me equivoco, dejo a historiadores y sociólogos que me ilustren) que ocurrió en Cataluña, Madrid y Euskadi entre los decenios de los años cincuenta a los setenta.

Sin embargo, a los políticos de barra de bar y tertulianos de sofá no nos va eso de analizar la situación socioeconómica del país con profundidad: no lo hacen los políticos, lo vamos a hacer nosotros, que recogemos sólo las migajas ideológicas que en forma de titulares nos van soltando a través de los medios amigos, o convenientemente tergiversadas (que tampoco es tan difícil) por los hostiles.

Dice Juan Varela:

Pero es más fácil gritar los españoles primero y olvidarse de las ingratas tareas de regular mejor el mercado laboral, aumentar la inspección, flexibilizar la contratación para mejorar la calidad y posibilidad de nuevos empleos en lugar de rebajar siempre cotizaciones y salarios, y educar a los españoles en las consecuencias irreversibles de la globalización y el desarrollo económico.
El mercado laboral es internacional, no local, y los hijos del estado del bienestar están ubicados en las partes altas de la pirámide laboral y social. O son capaces de encontrar trabajos de mayor calidad por su educación y especialización o deben competir con las nuevas clases trabajadoras que surgen de una inmigración que siempre, siempre, es sinónimo de riqueza.
Porque esa es la otra cara de la inmigración. Obedece tanto a las duras reglas del mercado que se frena cuando no hay trabajo y aumenta cuando una economía crece.
Con la única excepción de la inmigración de la desesperación. La que muere todos los días en las costas de África y España antes de malvivir en sus países.



Quizá la depuración de un mercado que ha vivido del pelotazo del ladrillo durante tanto tiempo (y que ha hecho oídos sordos durante ese tiempo y más a las voces que advertían del santo fostión que nos esperaba), que ha dilapidado las ayudas comunitarias (¿alguien dijo lino), que ha descuidado la formación, el I+D y que ha permitido un desequilibro tan radical en sus territorios (no, no estoy haciendo coña con las reivindicaciones de Cataluña y Extremadura: las ayudas comunitarias y los fondos de cohesión estaban, se supone, para que todos viviésemos bien, ¿no?) habría desactivado propuestas tan lamentablemente demagógicas y populistas, haciendo que quien las verbaliza se ruborizase hasta las cachas ante las risotadas del respetable.

Pero, claro, eso exige un esfuerzo. Empezando por la clase política y acabando por nosotros mismos, hijos catódicos del tomate y el fútbol. Panem et circenses, populi.